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Mario y la fábrica de raspado

Detrás de un emblemático y tradicional local de raspados, se encuentra la historia de una familia que pasó por adversidades y logró resurgir por medio de hielo picado, jarabe de kola, leche condensada, frutas, salpicón y helado.

Después de limpiar todo, las puertas de madera se cierran, indicando que la jornada laboral ha terminado. Mario Domínguez Álvarez se quita el delantal y los guantes mientras mueve una pequeña silla de plástico con el fin de acomodarse y comenzar a relatar su historia.

 

Mario es un hombre de 68 años de piel blanca, nariz pequeña y ojos apagados pero radiantes. Es alegre, optimista y siempre tiene una sonrisa para regalar. Nació el 29 de abril de 1949 en el municipio de Betulia, Santander. Es el mayor de nueve hermanos entre seis mujeres y tres hombres. Su niñez la vivió en una zona rural cerca al pueblo junto a su familia. A los ocho años empezó a laborar como agricultor y así ayudar con los gastos de la casa.

Después de cumplir 19 años, acompañó a su papá a la finca de un amigo. Allí vio a una joven de cabello largo y negro que ordeñaba una vaca. En esa misma finca, días después hicieron una fiesta donde invitaron a toda la familia de Mario. Allá la volvió a ver y supo que se llamaba María Hilda Barrios, la mujer que sería el amor de su vida.

 

Cuando Domínguez  Álvarez tenía 20 y ella 15, se casaron y a los dos años tuvieron su primer hijo, Rubén Darío Domínguez. Vivieron un año más en ese mismo sector y en 1972 se fueron a Bucaramanga en busca de un mejor futuro.

 

Llegaron a vivir a una pieza con una familiar y comenzaron a vender comidas en una caseta. Pasó un año y al no tener buenos resultados, pero sí otro hijo al que llamaron Hernando Domínguez, se trasladaron a Barrancabermeja.

 

Con los cachetes colorados como una cereza, Mario comenta que cuando se fue para Barranca logró terminar la primaria, pues en su pueblo natal sólo había estudiado hasta tercero. Luego entró a trabajar a una distribuidora de herramientas. Comencé bulteando  —dice— y luego me pusieron a atender al público. El patrón una vez me dijo “usted tan inteligente y como burro cargando bultos”.

Esas palabras retumbaron en su mente, así que agarró un lapicero y se inscribió en el Servicio Nacional de Aprendizaje, Sena, en cursos relacionados con el negocio donde estaban trabajando. Lo ascendieron y empezó a atender en la vitrina y a despachar mercancía. Aprendió de ferretería al derecho y al revés, se enfocó en costos y ganancias.

 

Él era el que le enseñaba todo el funcionamiento a los empleados nuevos que llegaban. En ese entonces ganaba 600 pesos semanales, o sea 2.400 pesos mensuales. Pagó la libreta militar y sacó el pase de conducción. En 1975 nació su tercer hijo, Alonso Domínguez.

 

Se hizo amigo de una de las secretarias, quien lo recomendó en Ecopetrol, dejando atrás la empresa para la que estuvo cinco años. En 1978 entró a la nueva compañía e inició su labor como ayudante de tubería. Con horas extra, Mario recibió su primera quincena por 22 mil pesos. Me sorprendí  —relata— cuando yo vi esa cifra pensé que me habían liquidado, me dije a mí mismo “me echaron”. Sin embargo  —agrega, entre risas— tengo una hoja de vida negra. Sólo trabajé 2 años allí porque me echaron cuando la embarré. Me puse a tomar guarapo y terminé peleando con un compañero a los puños. Se quedó sin trabajo en 1980, año en el que también nació su cuarto y último hijo, Pedro Ignacio Domínguez.

Con el dinero que ahorró, arrendó varios locales para que sus hermanos los administraran y puso supermercados y tiendas. Hilda y su marido manejaban  el almacén principal llamado “Súper tienda La Poderosa”, que aún existente pero ya no es de su propiedad.

 

Al iniciar su relato sobre lo que pasó con los bienes que tenía, su actitud cambia. Esconde su sonrisa que ahora es más bien una línea recta inexpresiva. —Engruesa su voz— en 1990 el paramilitarismo comenzó a entrar a Barrancabermeja y a su vez los atracos a mano armada. Debido a eso y a las “vacunas” (obligación por amenaza de pagar un monto de dinero cada cierto tiempo) que nos sometían los paracos, se fue todo a tierra. ¡Todo! —grita—.

De sus ojos cae una lágrima y su voz se empieza a entrecortar. No me gusta acordarme de eso —se pasa la mano por su cara— me siento incómodo porque lo perdí todo.

 

No sabía qué hacer, así que en 1992 se fue solo para Bucaramanga a probar suerte. En una de sus caminatas buscando trabajo, encontró un letrero en el que se buscaba a un vendedor de helados, preguntó y consiguió el puesto. Lo que ganaba lo enviaba a su esposa y a sus hijos, mientras mendigaba comida y ropa para reducir gastos. Sostiene sus manos en su rodilla manteniendo la cabeza agachada, luego sube la mirada y declara “eso es duro”.

Al año, su familia se fue a vivir con él en una pieza que arrendaron y ahorraron para comprar una máquina de raspar hielo. Con una canasta armaron el puesto y se posicionaron en el Parque García Rovira, donde él preparaba los raspados y su esposa cobraba.

 

Siempre tuvo problemas por invadir el espacio público, pero al final lograba seguir ahí. En uno de los eventos que se realizaron en el parque, lo sacaron por la fuerza y le tocó hacerse en una esquina con su esposa, donde hicieron la mayor venta en todos los años que llevaban trabajando allí: 800 raspados de mil pesos.

 

Cuando Nestor Iván Moreno Rojas era el alcalde de la ciudad, le dio un espacio a cada vendedor de comida ambulante en el parque y los llevaron a todos a hacer un curso de manipulación de alimentos. Allá nos enseñaron la higiene con los productos —manifiesta, orgulloso por lo que aprendió— y desde ahí en adelante nosotros usamos guantes, bata y tapabocas para no infectar los raspados.

Después de 18 años de vender raspados en el mismo lugar, durante la alcaldía de Luis Francisco Bohórquez, sacaron a Mario y a su esposa definitivamente del parque. “Fui a la Secretaría del Interior y me dijeron que no había nada por hacer. Entonces le mandé una carta al Alcalde, quien habló conmigo y me dijo que por la edad sólo podía ofrecerme puesto como jardinero. También me aconsejó que montara mi propio negocio. Él fue el que me dio la idea”.

Buscó un local cerca de la alcaldía y finalmente encontraron uno en la carrera 10 con calle 34-54.

 

Comenzaron a diseñar distintas clases de raspados con diferentes frutas para ofrecer más variedad. Nombraron su fábrica como “El Manantial” porque según ellos, representa limpieza, pureza y honestidad.

 

Mónica Rodríguez, cliente frecuente, lleva a sus hijos cada domingo al 'Manantial' porque según ella “con la buena atención, la ñapa que ofrecen y el sabor de sus productos, hicieron que su negocio prosperara y tuviera reconocimiento en Bucaramanga. A mí me lo recomendaron, y cada vez que puedo voy y me como mi antojo”.

Tal fue la acogida en la ciudad, que tienen todo tipo de clientes. Desde los mismos vecinos, hasta personas de otros barrios, funcionarios de la Alcaldía y la Gobernación de Santander, e incluso el mismo Luis Francisco Bohórquez, quien ahora es amigo de Mario.

 

Se levanta de la silla y agrega “mi idea es que mis hijos y nietos sigan con el negocio. Esa experiencia de Barranca me sirvió mucho para valorarme a mí y a mi familia  Lo que he recogido hasta ahora, la felicidad que he recogido hasta ahora, está en mi familia. El gran deseo de aquí en adelante es que cada hijo ponga un Manantial, que sigan la tradición”.

 

Los domingos mientras algunas familias salen de paseo, Mario, su esposa, sus hijos y nietas, llegan a las 10 de la mañana a El Manantial. Alistan las frutas y el salpicón en sus respectivos recipientes, se visten de acuerdo a las normas de salubridad, abren las dos puertas marrones, e inician el día donde mayor venta hay.

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